La comida, uno de los placeres espectaculares de la vida, siempre te acompaña en los momentos especiales; una picada mientras compartes unas cervezas con amigos, unos snacks mientras ves la película en el cine con tu pareja, una cena romántica para celebrar el aniversario y cuando te das cuenta, ¡Te engordaste!
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No, no era una “inocente hamburguesa” la que almorzaste ese día ajetreado en la oficina, no era un “pedacito de pizza inofensivo” el que cenaste el sábado en la noche, no era realmente saludable esa bebida “sin azúcar” que tomaste luego de la caminata del domingo.
Todas esas cosas “deliciosas” nos engañan, pensamos “un platito de arroz con pollo hoy no me hará daño” pero nos vamos con el gusto y quedamos pecando todo el tiempo, nos “auto-goleamos” negociando con nosotras mismas las razones por las cuales podemos comernos ese dulce de chocolate que nos mira con impaciencia, cuando finalmente cedemos ante la tentación nos sentimos culpables, aunque dicen por ahí que “sarna con gusto no pica…”.
Pero como diría Ricardo Arjona, “o aprendes a amar las libras o no aceptes comidas”, el mantener nuestro peso es una decisión consciente que tenemos que hacer cada día, una lucha interna en la que el angelito de la dieta debe ganarle al diablito del paladar más veces para que nos sintamos conformes.
La primera pregunta que debes hacerte ante la tentación es “¿vale la pena 3 horas de ejercicio que me coma esta lasagna?”, es nuestro deber dominar al “Garfield” que llevamos adentro y obligarnos a ser más saludable.